1. LOS
SODOMITAS DEL 97 Y DON DIEGO
Ahora que ya
me queda poco tiempo y pronto veré la luz que todos anhelamos, con la ayuda de
un querido amigo, quiero contar la historia de aquel personaje tan extraño que
nos tuvo confundidos a todos y no supimos hasta muy tarde de sus propósitos y
azarosa vida. Ayudado por él y haciendo acopio de datos que me han llegado por
diversos conductos no solo quiero contarles la historia de su arriesgada vida
sino también los conatos de la Corte donde se juegan las mayores intrigas y los
grandes despropósitos.
Por aquellos
días, en la Cárcel Real había conocido a un manco infeliz que fue encarcelado
por unas deudas con la Hacienda Real, aunque él decía que era un error de
cuentas de su criado y producto de la mala ventura, y con el tiempo se sabría
de su inocencia. Se decía poeta, y a fe mía que lo era porque tuve oportunidad
de escucharlo y de su voz bien timbrada surgían hermosos versos de la única
obra publicada hasta entonces, a pesar de que no cumpliría más el medio siglo;
pero decía que tenía en mente crear la más grande y hermosa historia que jamás
podrían contar los siglos venideros, la historia de un viejo al que se le había
secado el cerebro leyendo novelas de afamados caballeros y bellas damas, y le
había dado en imaginar que él mismo era un aguerrido caballero andante. Un
iluso, sin duda, mi amigo el poeta, aunque se aprestaba a la escritura con
denuedo y allí comenzó la historia del viejo hidalgo. Con el tiempo, y a medida que nuestra
conversación avanzaba por insospechados vericuetos, fui recordando otra época,
aquellos años de la Compañía de Jesús donde me formé y ambos llevamos a la
memoria que los dos nos habíamos instruido en la misma escuela sólo que
entonces éramos pequeños y no habíamos tenido la oportunidad de intimar como
ahora lo estábamos haciendo.
El caso es
que, como vmd. supondrá por lo voceado del suceso, no fue de los versos e
imaginaciones del amigo manco de lo que hablé aquel día con él y otros
condenados sino de una noticia que había volado por Sevilla como un ave de mal
agüero: la muerte de la señora doña Inés de Guevara a manos de su marido,
Alonso de Téllez Girón, y de su amigo el melifluo mozuelo que olía a sándalo,
con quien al parecer mantenía el pecado que más ofende a Dios sin duda. Alonso, a pesar de su posición, Alguacil
Mayor de Sevilla y administrador de los ducados de Osuna y Alcalá, cometió la
bellaquería de abrazar a quien no debía y enamorarse del pecado que tiene rabo,
y anduvo tentando al diablo con más frecuencia de lo habitual hasta que su
señora Doña Inés mantuvo el aliento cortado y agrio cuando un día ante sí
descubrió al marido y al amante como Dios los trajo al mundo en los aposentos.
Aunque doña Inés contuvo el resuello y la lengua por aprensión al qué dirán,
desde entonces el matrimonio fue a la gresca como un buque a la deriva y no era
la discreción precisamente lo que conducía su ánimo ni se quedaron colgados de
sus palabras eternamente sino que las usaron en abundancia para embestirse
cuanto fue menester. Y así un día tuvo que ocurrir lo que ya pudo ser vox
populi que sucedería más pronto que tarde y es que doña Inés apareció
degollada como un cabritillo.
No había
mucho que buscar ni arbitrar y, de resultas del proceso, llegando ya a finales
el mes en que los calores comienzan a apuntalarse, el licenciado Pedro Velarde,
Alcalde del Crimen de la Chancillería de Granada, condenó por pecado contra
natura a Alonso y su paje, y ordenó que fueran llevados por las calles públicas
de la ciudad del Betis hasta el campo, fuera de la Puerta de Jerez, donde se
les dio primero garrote para, después de rompérseles las cervices, ser quemados
como teas conforme a sus crímenes.
Se dice
que iba Alonso en una mula de silla vestido de luto con la tez palidecida y
descompuesta, hediendo por sus angosturas a causa del pánico, no a la muerte,
mas al dolor y a no sentir más los placeres de
este mundo, y con la mirada perdida en un punto fijo, bamboleándose al
mismo tiempo que la mula y con visos de caer al suelo en cualquier sacudida.
Con él su paje, con cara de feriante, casi sonriente, como si la muerte no
fuera un sacrificio, saludando a los amigos que se encontraba en el recorrido,
que debían de ser muchos por lo vociferado que andaba. Cualquiera que no
supiera su final más diría que iban a unas carnestolendas que al último hoyo
que tapa el cuerpo. Pertrechada de ropa
blanca en la albarda, caminaba la acémila un tanto irritable ante la
sacudida y curiosidad en que se encontraba todo el pueblo de Sevilla, que, como
se sabe, en estas y otras celebraciones sale a la calle a manifestar su
regocijo y contento por el final de una historia patibularia. Al contemplarlos, el jocoso público
canturreaba una y otra vez la cancioncilla a la que ya la tradición había dado
pábulo y que aludía a uno de los primeros quemados:
Benadeva, decid el Credo.
¡Ay, que me quemo!
Benadeva, decid el Credo.
¡Ay, que me quemo!
Los
mesoneros y posaderos no cabían de gozo en sus aposentos porque estos días de
ajusticiamientos públicos y autos de fe se llenaba la ciudad desde jornadas
anteriores para contemplar el paso de los reos y su refunfuño final.
-
Desde
esta Cárcel Real he oído el griterío porque el griterío es contumaz los días de
celebración –dijo el manco de Lepanto-, a pesar de que la Puerta de Jerez está
tan alejada como un tiro de arcabuz, pero son muchos los que inundan las
callejas.
-
En
el reino de Sevilla, como en el de Castilla, Aragón o Valencia, que en todas
partes cuecen habas, la gente tan malandrina como presurosa necesita solaces
como en el circo romano, panem et circenses, y la muerte es el más
provechoso y rentable de los esparcimientos –contesté.
Sin embargo,
permítame vmd. y querido amigo que, a pesar de que pareceriera irme contra el
decoro cristiano, rompa lanzas por aquel hombre desventurado a quien su lujuria
había llevado por tan mal camino y permítame también que rece por su
desgraciada esposa que fue mártir de la existencia de ese mal que tiene
prisionero a tantos caballeros como
religiosos, tal como recogía en sus pinturas aquel artista de Flandes
llamado El Bosco, quien pintó, saliendo de un cesto, la parte pudenda de un
caballero, y a un desconocido encima del mismo golpeándolo con una vihuela.
Divisas
de estos tiempos le decía yo, pero sepa vmd. que el pueblo, tan gazmoño y
santurrón, se echa las manos a la cabeza y exalta la perdición de los pecadores
celebrándolo pero, cuando tal suceso se hace público y lo ve todos los días,
mira para otro lado. ¿O acaso no se sabe que hay gremios en esta ciudad de
Sevilla que tienen a jovencitos impúberes para ofrecérselos a los acaudalados y
muy gentiles hombres? ¿Y que éstos son como mariposas que revolotean hasta que
se queman por lo que llaman fuego purificador? Ya lo escribí hace algún tiempo
en mi Compendio, donde, si llegara vmd. a leerlo, verá que refería la
historia del famoso Quesada.
La historia de este alguacil es que él tenía casa de juego y acogía allí
a algunos mocitos de los pintadillos y galancitos, y a unos procuraba
cosquillearlos y trastearlos o tocarles las manos y las caras, y a otros
procuraba inducir al pecado consumado. Pero al fin Quesada vino a parar en el
fuego y como suelo decir (y aquel día que lo mataron lo dije), los que no se
enmiendan y se andan en las ocasiones de pecar son como las mariposillas, o
sea, que andan revoloteando junto a la lumbre: que de un encuentro se les quema
un alilla, y de otro un pedacillo, y de otro se quedan calcinadas; así, los que
tratan de esta mercaduría una vez quedan tiznados en sus honras y otra vez
chamuscados y, al fin, vienen a parar en el fuego.
Estas
mariposillas sobrevuelan por todas partes y vmd. sabe que ahí en la Corte
también las hay. Pero el pueblo mira para otro lado. La costumbre nos demuestra cuán pocos son los
que se enmiendan de este encuentro con la bestia, y el fuego es el que hace el
oficio que la voluntad no ha podido o querido.
Sin embargo, no son los pecadores los que más mueren quemados, que son
los más quienes se libran de ser prendidos y ajusticiados, y por ahí andan
ganándose los besos de los más jóvenes cuando la ocasión se los pone a tiro.
Si vmd. se
da una vuelta por la Huerta del Rey o por las casas de juego del Arenal sabrá
que lo que le digo es el mismísimo evangelio.
Allí
abundan los putos y repintados jovenzuelos que se ganan los maravedíes con las
carantoñas de los poseídos o bien acaban siendo sus amantes y les calientan las
sábanas. A muchos de ellos he conocido. Algunos han acabado siendo pasto de las
rejas y otros de las llamas.
Uno de los
más conocidos es Curro Galindo que anda por aquí y por allá con tantas galas
que más parece mujer que hombre, pero así le satisface ir, muy a pesar nuestro,
con galas que le sirven para ganarse la vida y le dan los que usan con él de
aquella ventura, porque él es el paciente de la jornada y debe servir de mujer
acicalada y hermosa, y a fe mía que lo
es. Porque hay algunos que realmente son
hermosos y pasan mejor por mujeres a causa de la belleza de sus rostros y de su
limpia mirada.
Es lo
que hay, querido amigo, y no se lleve a engaño. En mi Compendio he
escrito mucho sobre todas estas cosas que le dan un aire de vicio y
fermentación a nuestra ciudad, que tanto brilla con el oro de las Indias como
con el estilete que se calienta en los mismísimos infiernos; y os lo digo tal
como está escrito porque así no repetiré innecesariamente.
Diego Maldonado, que pertenecía a una religión de un hábito de Italia,
donde se le debía de haber pegado la lacra, andaba siempre con mocitos galanes
y convidándolos a meriendas, y a las huertas, y tal se encontró con uno a quien
convidó a merendar en la Huerta del Rey. Estando debajo de la higuera comiendo
higos, después de algunas tiernas y amorosas palabras, descompúsose él a
quererle besar y pedirle que le dejase hacer su gusto con él, a lo cual el mozo
dio voces diciendo:«¡Al punto! ¡Que me quieren forzar!»; y cosas semejantes. Al
oírse las voces, el alguacil, que estaba preparado con anterioridad para
prenderlo, corrió hacia él y lo llevó a la cárcel.
Por todo lo cual, vmd. ha de convenir
conmigo que en esta ciudad, que es crisol de las Españas, ha más tumulto en las
sangraduras que en los púlpitos y los juzgados aunque no lo parezca. Y ya está
bien por esta jornada. Me despido de vmd. con estas palabras que me sirven de
cita y quede con Dios. En otra ocasión que tenga oportunidad seguiré mi
escrito. Recuerdos a su encantadora señora. Vale.
Fue en torno a aquellas fechas bastante tórridas, acaso por abril, en
que Sevilla se refocilaba con las quemaduras de Alonso de Téllez Girón y su
encantador amigo cuando los corchetes del corregidor trajeron a Diego de
Montemayor a la cárcel a trompicones desde la frecuentada taberna del Francés.
Un lugar en el que al parecer había
movido a pendencia. No había sido la primera vez ni sería la última que lo
hiciera, y las más graves acusaciones estarían por llegar. Al parecer la
controversia había nacido de los naipes trucados con los que jugaban sus
adversarios. Apenas los descubrió Diego y sin mediar palabra sacó espada y
anduvo diestro para lanzar un primer tajo a uno de ellos al que reclamaba la
apariencia. Los otros se arremolinaron en torno a él y le lanzaron los hierros,
pero supo zafarse de ellos con habilidad de consumado duelista y refugiarse en
un lugar desde donde podía encontrarlos de frente uno a uno y amortiguarles las
cuchilladas cómodamente. Los presentes hicieron corro para ver la maestría del
garzón y lo jalearon para que pudiera salir bien del lance. Pero hubo uno, el
más fiero al parecer, un italiano de nombre Sanguinetti, que iba a las Indias y
había recalado durante unos días en la ciudad porque se estaba preparando la
flota para zarpar, que lanzó su yerro y le hirió en una pierna. Sanguinetti, de
rostro curtido como una pita y de arisco semblante, tenía fama por haber
degollado a un hombre que trató de robarlo cuando llevaba un ardite en la
bolsa. Al demandarle por qué lo había hecho si no llevaba ni un maravedí, el
italiano, que no tenía en la boca ni un maldito huesecillo, contestó: «A mí no
me moja la oreja ningún niño, aunque lo envíe el mismísimo Monipodio.» El otro, de nombre Jabugo, renqueante de la
pierna izquierda, más parecía bailarina coja dando estocadas al cielo y virando
cual peonza que bragado perdonavidas. Las espadas de los camorristas chocaban
contra un muro cuando se acercaban a la toledana de Diego de Montemayor que,
sin embargo, sintió la herida propinada por Sanguinetti e hincó momentáneamente
una pierna en tierra mientras los que había en torno, como jauría poseída por
la sangre, presentaban las apuestas sobre las estocadas que darían Jabugo o el
Sanguinetti de marras al inocente Diego.
Sin embargo, antes de que Diego de Montemayor llegara al fin y pudieran
sentir la suavidad de los maravedíes en sus palmas, arribaron los corchetes y
los fajadores salieron huyendo dejando al joven Montemayor con una tajadura
sangrante y el dolor contenido en el rostro que sudaba profusamente por el
esfuerzo realizado. Diego quedó ya como trofeo de los cirujanos y los ministriles.
No podría decir con exactitud a vmd., querido amigo, el porqué comencé a
interesarme desde aquellos días de abril por la vida de ese joven buscarruidos
llamado Diego de Montemayor ni qué motivo alimentó mi curiosidad. Si acaso algo
extraño que me decía mi mente. Esas cosas que, a veces suceden y no se sabe por
qué. Lo cierto es que yo presentía algo en él, como si encerrara una historia
secreta. Y el tiempo, como tendré oportunidad de contarle si tiene tiempo de
seguir la historia, acabó aliándose conmigo y dándome la razón.
Vuestra merced sabe que mi oficio me las tiene tiesas con gente de baja
ralea con la que convivo de consuno, pero he descubierto que aun en el ser más
abyecto de la humanidad, por muy vil e infame que sea, la indulgencia del
creador está presente y siempre hay alguna cosa que rescatar: quizá esa bondad
del paraíso terrenal que existe en todos los hombres y se va perdiendo a medida
que conviven con sus semejantes.
En Diego de Montemayor había algo inesperado que me llamó la atención
desde primera hora: su mirada y sus modeladas formas, que más parecían de
damisela que de joven sufrido en los lances de la vida a pesar de su temprana
edad. Era diferente a los demás jóvenes de su edad. No se parecía en nada a ese duro y probado
mancebo que se apuesta en los apedreaderos de Puerta Carmona o cualesquiera
otras y entra en liza con el más pintado.
Aquel día lo escoltaba una herida sangrante que el barbero trató de
cortar antes de su entrada en encierro. Llevaba una almilla con un coleto de
cuero que le protegía de los ataques, una daga, espada y puñal. Todo un arsenal
que prevenía a cualquiera de hacerle frente. Tampoco se podría poner en duda su
bravura y los arrestos para enfrentarse al más pintado y acuchillarlo si fuera
menester porque se sabe que la juventud también es puerta y principio del
pecado que dijo el ilustre Mateo.
Diego de Montemayor era de formas hermosas y gráciles. Los pómulos
sobresalían de su rostro amplio aunque cerrado hacia abajo en la barbilla que,
con una gran sutileza, era el punto de encuentro de una especie de riberas
ideales que confluyeran en el breve hoyito a mozo de pozo que se le dibujaba.
De tez atezada había en sus ojos una intensidad negra, casi de alimaña, pero al
mismo tiempo melosa, con una profundidad como de fragua o de pozo en el que
todas las aguas destilaran en ritmos inciertos y concurrentes formando los
breves círculos de un lago cuando cae una piedra. Todo ello le aprestaba al
misterio y a encerrar leyendas ocultas en su interior. Las cejas se levantaban
ligeramente creando un bello arco que catapultaba el centro de su mirada y
habría al mundo un extraño contorno de beligerante misterio. De labios finos,
apenas escalonados, sugería una razonada sensualidad alimentada por un lunar
cercano a la comisura que ofrecía todos los encantos de una belleza sutil. De
voz suave y monocorde, enfilaba su discurso con templanza y mansamente cuando
hablaba de su afición a la pintura y refería los tiempos en que había sido
alumno del ilustre Pacheco.
Habrá de saber vmd., querido amigo, que un día, cuando nos quedamos a
solas, el tal Diego de Montemayor comenzó a contarme algunas cosas de la
historia de su vida que, a decir por los inicios, tenía tanto de recóndito como
en sus ojos negros. No fue un acto de
confesión sino de amistad hacia mi persona que, como sabe vmd., es muy solícita
con todo aquel que sufre para ayudarlo a hacer llevadero el trance de estar
encarcelado, porque, como dicen las Sagradas Escrituras, «estuve enfermo y me
visitasteis».
Yo, señor, soy fruto de la pasión amorosa aunque no sepa ni siquiera
donde hube nacido. Quizá en un corral o en un callejón ciego que sirve de
refugio a los malhechores, acaso en el Corral del Conde o cerca del Monte del
Malbaratillo donde la inmundicia crea sus propios altares. Quizá por ello tengo
desde pequeño tanta afición por los aromas, acaso para compensar. El vivir en
un lugar lleno de mugres, estiércol y basuras me ha desarrollado la necesidad
de perfumarme.
De mis padres poco sé, si acaso por presunciones y habladurías diversas,
pues nunca llegué a verlos o, al menos, que yo supiera en esos momentos que
eran ellos las personas con las que convivía, pero hay una historia que me han
contado y siempre que tengo la oportunidad de referir lo hago porque es la
única historia hermosa que me ha quedado de ellos aunque seguro que es mentira,
pero, como vmd. podrá adivinar, también son mentiras los libros de caballerías
y la gente anda rumiándolos como verídicos, y se sienten felices al leerlos,
como yo cuando refiero mi historia aunque sea infortunada.
Dicen que mi madre fue ramera desde que un mal día la forzó un harriero que terciaba vara indómita.
¿Quién podría vivir desde entonces con una mujer manchada? Y se echó a la calle
para poder vivir. Pero mi madre no era una cantonera sino una puta avalada vox populi
y no esa lozana cordobesa de la que tanto hablan allende en la ciudad papal,
donde al parecer tuesta las sábanas de muchas reverendísimas. Mi madre era una
buscona honorable, valentona, atrevida y jayana de popa que no hacía su carrera
por esas germanías que hay alrededor del Betis sino en los palacios sevillanos
y las grandes casas señoriales, en los monasterios y en las cofradías donde hay
buen pan y mejor codillo. Una señora con el aval de sus valedores y que un día
al parecer tuvo la inoportunidad de enamorarse perdidamente de mi padre, un
joven capellán de no se sabe dónde; se dice que de Osuna o de Carmona. ¡Vaya a
saber vmd.!
El caso es que, al que llaman mi padre y portador de la cruz como vmd.,
lo enviaron a Sevilla a una audiencia con no sé quién de la curia por unos
favores que andaban de por medio. Debía de ser bastante joven y novicio, y
todavía no estaba atezado suficientemente en las maldades de este mundo. Mi
madre, ya una mujer con el camino a medio hacer, desde uno de los ajimeces de
una casa en la que estaba haciendo la visita de rigor (y no precisamente de rigor
mortis) lo vio pasear por la calle, cerca de la iglesia de San Miguel.
Seguramente mi padre vendría de echar algún rezo y pedir por los infames de
este mundo. Fue como un flechazo del dios y salió rauda como el aquilón en su
busca viendo que se adentraba por las apuradas callejuelas. Toda suciedad, el
bisoño levantó los hábitos para no caer en las pocilgas que se forman en las
calles sevillanas y más por aquellos lares donde el pescado acaba tirado en el
suelo y las pestes inundan el poco aire que circula. En contra de lo que creyó
al principio, mi madre observó cómo entraba en la iglesia de San Miguel y lo
siguió sentándose a su lado. ¿Desde cuándo no habría pisado mi madre la
iglesia? ¡Lo que es capaz de hacer el amor!
Mientras rezaba contempló su perfil aguileño de cristiano nuevo, las
mejillas sonrosadas y unas manos suaves, acostumbradas a acariciar el breviario
y los libros sagrados. Pero ella se las iba imaginando sobre su cuerpo, también
un texto sagrado donde lo hubiera. La licencia con la que miraba mi madre debió
de levantar recelos a la caza y, tras unos leves rezos y algunos
santiguamientos, salió de la iglesia siendo seguido de cerca por mi madre. De
improviso, una vez que se habían perdido por el dédalo de travesías, mi padre
se dio media vuelta y se quedó mirándola fijamente. Hasta entonces no lo había
hecho, había esquivado su presencia aunque sabía que aquella mujer lo observaba
y lo seguía. Sin embargo, lejos de reprenderla y al contemplar aquella belleza
angelical que sólo podría hallar en los cuadros pintados por Francisco Pacheco,
le preguntó: «¿Desea vmd. alguna cosa de esta humilde persona?»
Entonces más fijamente pudo contemplar mi madre a un hombre de mediana
altura, de limpia mirada (casi sonriente) que próvidamente ascendía y descendía
las manos dirigiendo el compás de las palabras como si fuesen música que
alcanzara la más grata belleza y perfección. Mi madre, que tenía el descaro de
las acequias y la villanía de los sotabancos, tras hacer un visual recorrido
dócil por sus orejas bien proporcionadas y los carnosos labios, le espetó: «A
vuestra merced querría hacerle una humilde confesión.» «Pero, hija -replicó mi
padre-, ahora no es el momento ni yo puedo en estos instantes. Me están
esperando.» Al ver mi madre, como cazadora avezada, que la pieza de cetrería se
le escapaba de la trampa urdida, allegándose cada vez más y sintiendo su
aliento muy cercano, añadió: «Es una cuestión de vida o muerte.»
No dando crédito a lo que decía, el capellán se sintió un tanto aturdido
por las palabras tan grandilocuentes y por la presencia fogosa de la mujer, y
temió por un momento que se podría tratar de una de tantas cortabolsas como
había en la ciudad. Reculó y trató de palparse los hábitos bajo los cuales
portaba el caudal. «No tema vuestra merced -le dijo mi madre al verlo tan
menguado, y se lanzó al vacío-; no quiero vuestro dinero, lo quiero a vmd.»
Como podrá comprender, esta manifestación amorosa, dicha en medio de una
callejuela sucia y maloliente, pisando los charcos que formaba el agua del
pescado, en absoluta soledad, no fue dicha en un lugar muy digno. No obstante,
ahí no quedó todo, pues, antes de que el capellán pudiera resollar siquiera, se
lanzó como una perra de presa a sus labios y le dio un beso tan inflamado que
ni el mismo Paris lo recibiera igual de la osada Helena. A lo cual mi padre
quedó enganchado, como dicen que se queda la lascivia cuando es flaca y está
necesitada.
Vmd. podrá comprender que luego vino lo que tenía que venir porque la
carne es débil y la fiebre alta: encuentros por aquí y por allá a hurtadillas,
muchos requiebros y arrumacos, mucha cruz y mucho amor. Y al cabo, el capellán
desapareció dejando la huella de su rapto rebelde sobre el río de la vida. Mi
madre volvió a uno de sus corrales, me parió, y aquí paz y allí gloria.
Sin embargo, un día, viendo que mi educación y cuidados no podían ir al
mismo tiempo que sus trabajos diversos, me dejó abandonado en la puerta del
convento de los dominicos de San Pablo. ¡Mire que hay conventos en Sevilla! Más
de treinta al parecer, pero tuvo que ser en el convento de San Pablo (quizá el
primero que advirtió mi madre, la pobre) que, como sabrá vmd., es donde los
inquisidores celebran con su habitual entusiasmo redentor los autos ejemplares
y los castigos a los herejes y tornadizos que convenga, y también donde están
sus cárceles (¡Ay de mí acabar en una cárcel, y ahora en otra!) y ejecutan las
penas de fuego que imponen con esa repugnante carnicería construyendo estatuas
huecas de yeso dentro de las cuales meten vivos a los impenitentes para que
mueran a fuego lento.
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