viernes, 2 de septiembre de 2016

PRIMERAS PÁGINAS DEL CAPÍTULO I DE PUERTA CARMONA DE FRANCISCO MORALES LOMAS






1. LOS SODOMITAS DEL 97 Y DON DIEGO


         Ahora que ya me queda poco tiempo y pronto veré la luz que todos anhelamos, con la ayuda de un querido amigo, quiero contar la historia de aquel personaje tan extraño que nos tuvo confundidos a todos y no supimos hasta muy tarde de sus propósitos y azarosa vida. Ayudado por él y haciendo acopio de datos que me han llegado por diversos conductos no solo quiero contarles la historia de su arriesgada vida sino también los conatos de la Corte donde se juegan las mayores intrigas y los grandes despropósitos.
           Por aquellos días, en la Cárcel Real había conocido a un manco infeliz que fue encarcelado por unas deudas con la Hacienda Real, aunque él decía que era un error de cuentas de su criado y producto de la mala ventura, y con el tiempo se sabría de su inocencia. Se decía poeta, y a fe mía que lo era porque tuve oportunidad de escucharlo y de su voz bien timbrada surgían hermosos versos de la única obra publicada hasta entonces, a pesar de que no cumpliría más el medio siglo; pero decía que tenía en mente crear la más grande y hermosa historia que jamás podrían contar los siglos venideros, la historia de un viejo al que se le había secado el cerebro leyendo novelas de afamados caballeros y bellas damas, y le había dado en imaginar que él mismo era un aguerrido caballero andante. Un iluso, sin duda, mi amigo el poeta, aunque se aprestaba a la escritura con denuedo y allí comenzó la historia del viejo hidalgo.  Con el tiempo, y a medida que nuestra conversación avanzaba por insospechados vericuetos, fui recordando otra época, aquellos años de la Compañía de Jesús donde me formé y ambos llevamos a la memoria que los dos nos habíamos instruido en la misma escuela sólo que entonces éramos pequeños y no habíamos tenido la oportunidad de intimar como ahora lo estábamos haciendo.
            El caso es que, como vmd. supondrá por lo voceado del suceso, no fue de los versos e imaginaciones del amigo manco de lo que hablé aquel día con él y otros condenados sino de una noticia que había volado por Sevilla como un ave de mal agüero: la muerte de la señora doña Inés de Guevara a manos de su marido, Alonso de Téllez Girón, y de su amigo el melifluo mozuelo que olía a sándalo, con quien al parecer mantenía el pecado que más ofende a Dios sin duda.  Alonso, a pesar de su posición, Alguacil Mayor de Sevilla y administrador de los ducados de Osuna y Alcalá, cometió la bellaquería de abrazar a quien no debía y enamorarse del pecado que tiene rabo, y anduvo tentando al diablo con más frecuencia de lo habitual hasta que su señora Doña Inés mantuvo el aliento cortado y agrio cuando un día ante sí descubrió al marido y al amante como Dios los trajo al mundo en los aposentos. Aunque doña Inés contuvo el resuello y la lengua por aprensión al qué dirán, desde entonces el matrimonio fue a la gresca como un buque a la deriva y no era la discreción precisamente lo que conducía su ánimo ni se quedaron colgados de sus palabras eternamente sino que las usaron en abundancia para embestirse cuanto fue menester. Y así un día tuvo que ocurrir lo que ya pudo ser vox populi que sucedería más pronto que tarde y es que doña Inés apareció degollada como un cabritillo.
            No había mucho que buscar ni arbitrar y, de resultas del proceso, llegando ya a finales el mes en que los calores comienzan a apuntalarse, el licenciado Pedro Velarde, Alcalde del Crimen de la Chancillería de Granada, condenó por pecado contra natura a Alonso y su paje, y ordenó que fueran llevados por las calles públicas de la ciudad del Betis hasta el campo, fuera de la Puerta de Jerez, donde se les dio primero garrote para, después de rompérseles las cervices, ser quemados como teas conforme a sus crímenes.
             Se dice que iba Alonso en una mula de silla vestido de luto con la tez palidecida y descompuesta, hediendo por sus angosturas a causa del pánico, no a la muerte, mas al dolor y a no sentir más los placeres de  este mundo, y con la mirada perdida en un punto fijo, bamboleándose al mismo tiempo que la mula y con visos de caer al suelo en cualquier sacudida. Con él su paje, con cara de feriante, casi sonriente, como si la muerte no fuera un sacrificio, saludando a los amigos que se encontraba en el recorrido, que debían de ser muchos por lo vociferado que andaba. Cualquiera que no supiera su final más diría que iban a unas carnestolendas que al último hoyo que tapa el cuerpo. Pertrechada de ropa  blanca en la albarda, caminaba la acémila un tanto irritable ante la sacudida y curiosidad en que se encontraba todo el pueblo de Sevilla, que, como se sabe, en estas y otras celebraciones sale a la calle a manifestar su regocijo y contento por el final de una historia patibularia.  Al contemplarlos, el jocoso público canturreaba una y otra vez la cancioncilla a la que ya la tradición había dado pábulo y que aludía a uno de los primeros quemados:

Benadeva, decid el Credo.
 ¡Ay, que me quemo!
Benadeva, decid el Credo.
¡Ay, que me quemo!

           Los mesoneros y posaderos no cabían de gozo en sus aposentos porque estos días de ajusticiamientos públicos y autos de fe se llenaba la ciudad desde jornadas anteriores para contemplar el paso de los reos y su refunfuño final.
-       Desde esta Cárcel Real he oído el griterío porque el griterío es contumaz los días de celebración –dijo el manco de Lepanto-, a pesar de que la Puerta de Jerez está tan alejada como un tiro de arcabuz, pero son muchos los que inundan las callejas.
-       En el reino de Sevilla, como en el de Castilla, Aragón o Valencia, que en todas partes cuecen habas, la gente tan malandrina como presurosa necesita solaces como en el circo romano, panem et circenses, y la muerte es el más provechoso y rentable de los esparcimientos –contesté.
           Sin embargo, permítame vmd. y querido amigo que, a pesar de que pareceriera irme contra el decoro cristiano, rompa lanzas por aquel hombre desventurado a quien su lujuria había llevado por tan mal camino y permítame también que rece por su desgraciada esposa que fue mártir de la existencia de ese mal que tiene prisionero a tantos caballeros como  religiosos, tal como recogía en sus pinturas aquel artista de Flandes llamado El Bosco, quien pintó, saliendo de un cesto, la parte pudenda de un caballero, y a un desconocido encima del mismo golpeándolo con una vihuela.
               Divisas de estos tiempos le decía yo, pero sepa vmd. que el pueblo, tan gazmoño y santurrón, se echa las manos a la cabeza y exalta la perdición de los pecadores celebrándolo pero, cuando tal suceso se hace público y lo ve todos los días, mira para otro lado. ¿O acaso no se sabe que hay gremios en esta ciudad de Sevilla que tienen a jovencitos impúberes para ofrecérselos a los acaudalados y muy gentiles hombres? ¿Y que éstos son como mariposas que revolotean hasta que se queman por lo que llaman fuego purificador? Ya lo escribí hace algún tiempo en mi Compendio, donde, si llegara vmd. a leerlo, verá que refería la historia del famoso Quesada.
        La historia de este alguacil es que él tenía casa de juego y acogía allí a algunos mocitos de los pintadillos y galancitos, y a unos procuraba cosquillearlos y trastearlos o tocarles las manos y las caras, y a otros procuraba inducir al pecado consumado. Pero al fin Quesada vino a parar en el fuego y como suelo decir (y aquel día que lo mataron lo dije), los que no se enmiendan y se andan en las ocasiones de pecar son como las mariposillas, o sea, que andan revoloteando junto a la lumbre: que de un encuentro se les quema un alilla, y de otro un pedacillo, y de otro se quedan calcinadas; así, los que tratan de esta mercaduría una vez quedan tiznados en sus honras y otra vez chamuscados y, al fin, vienen a parar en el fuego.
            Estas mariposillas sobrevuelan por todas partes y vmd. sabe que ahí en la Corte también las hay. Pero el pueblo mira para otro lado.  La costumbre nos demuestra cuán pocos son los que se enmiendan de este encuentro con la bestia, y el fuego es el que hace el oficio que la voluntad no ha podido o querido.  Sin embargo, no son los pecadores los que más mueren quemados, que son los más quienes se libran de ser prendidos y ajusticiados, y por ahí andan ganándose los besos de los más jóvenes cuando la ocasión se los pone a tiro.
             Si vmd. se da una vuelta por la Huerta del Rey o por las casas de juego del Arenal sabrá que lo que le digo es el mismísimo evangelio.
            Allí abundan los putos y repintados jovenzuelos que se ganan los maravedíes con las carantoñas de los poseídos o bien acaban siendo sus amantes y les calientan las sábanas. A muchos de ellos he conocido. Algunos han acabado siendo pasto de las rejas y otros de las llamas.
             Uno de los más conocidos es Curro Galindo que anda por aquí y por allá con tantas galas que más parece mujer que hombre, pero así le satisface ir, muy a pesar nuestro, con galas que le sirven para ganarse la vida y le dan los que usan con él de aquella ventura, porque él es el paciente de la jornada y debe servir de mujer acicalada y hermosa,  y a fe mía que lo es.  Porque hay algunos que realmente son hermosos y pasan mejor por mujeres a causa de la belleza de sus rostros y de su limpia mirada.
               Es lo que hay, querido amigo, y no se lleve a engaño. En mi Compendio he escrito mucho sobre todas estas cosas que le dan un aire de vicio y fermentación a nuestra ciudad, que tanto brilla con el oro de las Indias como con el estilete que se calienta en los mismísimos infiernos; y os lo digo tal como está escrito porque así no repetiré innecesariamente.
          Diego Maldonado, que pertenecía a una religión de un hábito de Italia, donde se le debía de haber pegado la lacra, andaba siempre con mocitos galanes y convidándolos a meriendas, y a las huertas, y tal se encontró con uno a quien convidó a merendar en la Huerta del Rey. Estando debajo de la higuera comiendo higos, después de algunas tiernas y amorosas palabras, descompúsose él a quererle besar y pedirle que le dejase hacer su gusto con él, a lo cual el mozo dio voces diciendo:«¡Al punto! ¡Que me quieren forzar!»; y cosas semejantes. Al oírse las voces, el alguacil, que estaba preparado con anterioridad para prenderlo, corrió hacia él y lo llevó a la cárcel.
          Por todo lo cual, vmd. ha de convenir conmigo que en esta ciudad, que es crisol de las Españas, ha más tumulto en las sangraduras que en los púlpitos y los juzgados aunque no lo parezca. Y ya está bien por esta jornada. Me despido de vmd. con estas palabras que me sirven de cita y quede con Dios. En otra ocasión que tenga oportunidad seguiré mi escrito. Recuerdos a su encantadora señora. Vale.

              Fue en torno a aquellas fechas bastante tórridas, acaso por abril, en que Sevilla se refocilaba con las quemaduras de Alonso de Téllez Girón y su encantador amigo cuando los corchetes del corregidor trajeron a Diego de Montemayor a la cárcel a trompicones desde la frecuentada taberna del Francés. Un lugar  en el que al parecer había movido a pendencia. No había sido la primera vez ni sería la última que lo hiciera, y las más graves acusaciones estarían por llegar. Al parecer la controversia había nacido de los naipes trucados con los que jugaban sus adversarios. Apenas los descubrió Diego y sin mediar palabra sacó espada y anduvo diestro para lanzar un primer tajo a uno de ellos al que reclamaba la apariencia. Los otros se arremolinaron en torno a él y le lanzaron los hierros, pero supo zafarse de ellos con habilidad de consumado duelista y refugiarse en un lugar desde donde podía encontrarlos de frente uno a uno y amortiguarles las cuchilladas cómodamente. Los presentes hicieron corro para ver la maestría del garzón y lo jalearon para que pudiera salir bien del lance. Pero hubo uno, el más fiero al parecer, un italiano de nombre Sanguinetti, que iba a las Indias y había recalado durante unos días en la ciudad porque se estaba preparando la flota para zarpar, que lanzó su yerro y le hirió en una pierna. Sanguinetti, de rostro curtido como una pita y de arisco semblante, tenía fama por haber degollado a un hombre que trató de robarlo cuando llevaba un ardite en la bolsa. Al demandarle por qué lo había hecho si no llevaba ni un maravedí, el italiano, que no tenía en la boca ni un maldito huesecillo, contestó: «A mí no me moja la oreja ningún niño, aunque lo envíe el mismísimo Monipodio.»  El otro, de nombre Jabugo, renqueante de la pierna izquierda, más parecía bailarina coja dando estocadas al cielo y virando cual peonza que bragado perdonavidas. Las espadas de los camorristas chocaban contra un muro cuando se acercaban a la toledana de Diego de Montemayor que, sin embargo, sintió la herida propinada por Sanguinetti e hincó momentáneamente una pierna en tierra mientras los que había en torno, como jauría poseída por la sangre, presentaban las apuestas sobre las estocadas que darían Jabugo o el Sanguinetti de marras al inocente Diego.
          Sin embargo, antes de que Diego de Montemayor llegara al fin y pudieran sentir la suavidad de los maravedíes en sus palmas, arribaron los corchetes y los fajadores salieron huyendo dejando al joven Montemayor con una tajadura sangrante y el dolor contenido en el rostro que sudaba profusamente por el esfuerzo realizado. Diego quedó ya como trofeo de los cirujanos y los ministriles.
            No podría decir con exactitud a vmd., querido amigo, el porqué comencé a interesarme desde aquellos días de abril por la vida de ese joven buscarruidos llamado Diego de Montemayor ni qué motivo alimentó mi curiosidad. Si acaso algo extraño que me decía mi mente. Esas cosas que, a veces suceden y no se sabe por qué. Lo cierto es que yo presentía algo en él, como si encerrara una historia secreta. Y el tiempo, como tendré oportunidad de contarle si tiene tiempo de seguir la historia, acabó aliándose conmigo y dándome la razón.
           Vuestra merced sabe que mi oficio me las tiene tiesas con gente de baja ralea con la que convivo de consuno, pero he descubierto que aun en el ser más abyecto de la humanidad, por muy vil e infame que sea, la indulgencia del creador está presente y siempre hay alguna cosa que rescatar: quizá esa bondad del paraíso terrenal que existe en todos los hombres y se va perdiendo a medida que conviven con sus semejantes.
          En Diego de Montemayor había algo inesperado que me llamó la atención desde primera hora: su mirada y sus modeladas formas, que más parecían de damisela que de joven sufrido en los lances de la vida a pesar de su temprana edad. Era diferente a los demás jóvenes de su edad.  No se parecía en nada a ese duro y probado mancebo que se apuesta en los apedreaderos de Puerta Carmona o cualesquiera otras y entra en liza con el más pintado. 
          Aquel día lo escoltaba una herida sangrante que el barbero trató de cortar antes de su entrada en encierro. Llevaba una almilla con un coleto de cuero que le protegía de los ataques, una daga, espada y puñal. Todo un arsenal que prevenía a cualquiera de hacerle frente. Tampoco se podría poner en duda su bravura y los arrestos para enfrentarse al más pintado y acuchillarlo si fuera menester porque se sabe que la juventud también es puerta y principio del pecado que dijo el ilustre Mateo.
            Diego de Montemayor era de formas hermosas y gráciles. Los pómulos sobresalían de su rostro amplio aunque cerrado hacia abajo en la barbilla que, con una gran sutileza, era el punto de encuentro de una especie de riberas ideales que confluyeran en el breve hoyito a mozo de pozo que se le dibujaba. De tez atezada había en sus ojos una intensidad negra, casi de alimaña, pero al mismo tiempo melosa, con una profundidad como de fragua o de pozo en el que todas las aguas destilaran en ritmos inciertos y concurrentes formando los breves círculos de un lago cuando cae una piedra. Todo ello le aprestaba al misterio y a encerrar leyendas ocultas en su interior. Las cejas se levantaban ligeramente creando un bello arco que catapultaba el centro de su mirada y habría al mundo un extraño contorno de beligerante misterio. De labios finos, apenas escalonados, sugería una razonada sensualidad alimentada por un lunar cercano a la comisura que ofrecía todos los encantos de una belleza sutil. De voz suave y monocorde, enfilaba su discurso con templanza y mansamente cuando hablaba de su afición a la pintura y refería los tiempos en que había sido alumno del ilustre Pacheco. 
         Habrá de saber vmd., querido amigo, que un día, cuando nos quedamos a solas, el tal Diego de Montemayor comenzó a contarme algunas cosas de la historia de su vida que, a decir por los inicios, tenía tanto de recóndito como en sus ojos negros.   No fue un acto de confesión sino de amistad hacia mi persona que, como sabe vmd., es muy solícita con todo aquel que sufre para ayudarlo a hacer llevadero el trance de estar encarcelado, porque, como dicen las Sagradas Escrituras, «estuve enfermo y me visitasteis».
         Yo, señor, soy fruto de la pasión amorosa aunque no sepa ni siquiera donde hube nacido. Quizá en un corral o en un callejón ciego que sirve de refugio a los malhechores, acaso en el Corral del Conde o cerca del Monte del Malbaratillo donde la inmundicia crea sus propios altares. Quizá por ello tengo desde pequeño tanta afición por los aromas, acaso para compensar. El vivir en un lugar lleno de mugres, estiércol y basuras me ha desarrollado la necesidad de perfumarme.
          De mis padres poco sé, si acaso por presunciones y habladurías diversas, pues nunca llegué a verlos o, al menos, que yo supiera en esos momentos que eran ellos las personas con las que convivía, pero hay una historia que me han contado y siempre que tengo la oportunidad de referir lo hago porque es la única historia hermosa que me ha quedado de ellos aunque seguro que es mentira, pero, como vmd. podrá adivinar, también son mentiras los libros de caballerías y la gente anda rumiándolos como verídicos, y se sienten felices al leerlos, como yo cuando refiero mi historia aunque sea infortunada.
          Dicen que mi madre fue ramera desde que un mal día la  forzó un harriero que terciaba vara indómita. ¿Quién podría vivir desde entonces con una mujer manchada? Y se echó a la calle para poder vivir. Pero mi madre no era una cantonera sino una puta avalada vox populi y no esa lozana cordobesa de la que tanto hablan allende en la ciudad papal, donde al parecer tuesta las sábanas de muchas reverendísimas. Mi madre era una buscona honorable, valentona, atrevida y jayana de popa que no hacía su carrera por esas germanías que hay alrededor del Betis sino en los palacios sevillanos y las grandes casas señoriales, en los monasterios y en las cofradías donde hay buen pan y mejor codillo. Una señora con el aval de sus valedores y que un día al parecer tuvo la inoportunidad de enamorarse perdidamente de mi padre, un joven capellán de no se sabe dónde; se dice que de Osuna o de Carmona. ¡Vaya a saber vmd.! 
             El caso es que, al que llaman mi padre y portador de la cruz como vmd., lo enviaron a Sevilla a una audiencia con no sé quién de la curia por unos favores que andaban de por medio. Debía de ser bastante joven y novicio, y todavía no estaba atezado suficientemente en las maldades de este mundo. Mi madre, ya una mujer con el camino a medio hacer, desde uno de los ajimeces de una casa en la que estaba haciendo la visita de rigor (y no precisamente de rigor mortis) lo vio pasear por la calle, cerca de la iglesia de San Miguel. Seguramente mi padre vendría de echar algún rezo y pedir por los infames de este mundo. Fue como un flechazo del dios y salió rauda como el aquilón en su busca viendo que se adentraba por las apuradas callejuelas. Toda suciedad, el bisoño levantó los hábitos para no caer en las pocilgas que se forman en las calles sevillanas y más por aquellos lares donde el pescado acaba tirado en el suelo y las pestes inundan el poco aire que circula. En contra de lo que creyó al principio, mi madre observó cómo entraba en la iglesia de San Miguel y lo siguió sentándose a su lado. ¿Desde cuándo no habría pisado mi madre la iglesia? ¡Lo que es capaz de hacer el amor! 
           Mientras rezaba contempló su perfil aguileño de cristiano nuevo, las mejillas sonrosadas y unas manos suaves, acostumbradas a acariciar el breviario y los libros sagrados. Pero ella se las iba imaginando sobre su cuerpo, también un texto sagrado donde lo hubiera. La licencia con la que miraba mi madre debió de levantar recelos a la caza y, tras unos leves rezos y algunos santiguamientos, salió de la iglesia siendo seguido de cerca por mi madre. De improviso, una vez que se habían perdido por el dédalo de travesías, mi padre se dio media vuelta y se quedó mirándola fijamente. Hasta entonces no lo había hecho, había esquivado su presencia aunque sabía que aquella mujer lo observaba y lo seguía. Sin embargo, lejos de reprenderla y al contemplar aquella belleza angelical que sólo podría hallar en los cuadros pintados por Francisco Pacheco, le preguntó: «¿Desea vmd. alguna cosa de esta humilde persona?»
         Entonces más fijamente pudo contemplar mi madre a un hombre de mediana altura, de limpia mirada (casi sonriente) que próvidamente ascendía y descendía las manos dirigiendo el compás de las palabras como si fuesen música que alcanzara la más grata belleza y perfección. Mi madre, que tenía el descaro de las acequias y la villanía de los sotabancos, tras hacer un visual recorrido dócil por sus orejas bien proporcionadas y los carnosos labios, le espetó: «A vuestra merced querría hacerle una humilde confesión.» «Pero, hija -replicó mi padre-, ahora no es el momento ni yo puedo en estos instantes. Me están esperando.» Al ver mi madre, como cazadora avezada, que la pieza de cetrería se le escapaba de la trampa urdida, allegándose cada vez más y sintiendo su aliento muy cercano, añadió: «Es una cuestión de vida o muerte.»           
            No dando crédito a lo que decía, el capellán se sintió un tanto aturdido por las palabras tan grandilocuentes y por la presencia fogosa de la mujer, y temió por un momento que se podría tratar de una de tantas cortabolsas como había en la ciudad. Reculó y trató de palparse los hábitos bajo los cuales portaba el caudal. «No tema vuestra merced -le dijo mi madre al verlo tan menguado,  y se lanzó al vacío-;  no quiero vuestro dinero, lo quiero a vmd.»
            Como podrá comprender, esta manifestación amorosa, dicha en medio de una callejuela sucia y maloliente, pisando los charcos que formaba el agua del pescado, en absoluta soledad, no fue dicha en un lugar muy digno. No obstante, ahí no quedó todo, pues, antes de que el capellán pudiera resollar siquiera, se lanzó como una perra de presa a sus labios y le dio un beso tan inflamado que ni el mismo Paris lo recibiera igual de la osada Helena. A lo cual mi padre quedó enganchado, como dicen que se queda la lascivia cuando es flaca y está necesitada.
             Vmd. podrá comprender que luego vino lo que tenía que venir porque la carne es débil y la fiebre alta: encuentros por aquí y por allá a hurtadillas, muchos requiebros y arrumacos, mucha cruz y mucho amor. Y al cabo, el capellán desapareció dejando la huella de su rapto rebelde sobre el río de la vida. Mi madre volvió a uno de sus corrales, me parió, y aquí paz y allí gloria.
            Sin embargo, un día, viendo que mi educación y cuidados no podían ir al mismo tiempo que sus trabajos diversos, me dejó abandonado en la puerta del convento de los dominicos de San Pablo. ¡Mire que hay conventos en Sevilla! Más de treinta al parecer, pero tuvo que ser en el convento de San Pablo (quizá el primero que advirtió mi madre, la pobre) que, como sabrá vmd., es donde los inquisidores celebran con su habitual entusiasmo redentor los autos ejemplares y los castigos a los herejes y tornadizos que convenga, y también donde están sus cárceles (¡Ay de mí acabar en una cárcel, y ahora en otra!) y ejecutan las penas de fuego que imponen con esa repugnante carnicería construyendo estatuas huecas de yeso dentro de las cuales meten vivos a los impenitentes para que mueran a fuego lento.




jueves, 1 de septiembre de 2016




PUERTA CARMONA DE FRANCISCO MORALES LOMAS


La vida en los siglos XVI y XVII ha llegado con la gran literatura áurea, las obras de Garcilaso, Fray Luis de León, Fernando de Herrera, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Quevedo… Autores que han creado un mundo y una época. 

Algunos narradores contemporáneos han abordado a lo largo del siglo XX este periodo de nuestras letras, el Siglo de Oro, con intención de ofrecernos una imagen de época, sin embargo, nunca hasta ahora se habían escrito tres novelas que gozaran de tanta variedad temática, sociológica, sentimental y lingüística. 
F. Morales Lomas se ha propuesto este reto con su trilogía Imperio del Sol: abordar los sentimientos, el carácter y la visión de un tiempo que vuelve a la más absoluta realidad y se considera clave para entender muchos de nuestros comportamientos y forma de ver la vida en la actualidad. 
Es lo que pretende Francisco Morales Lomas con su trilogía Imperio del Sol (que incluye Bajo el signo de los dioses, Cautivo Puerta Carmona) adentrarse en el conocimiento de un momento histórico, descubrirnos un mundo, ese imperio que “se nos ha vendido” como la más extraordinaria creación del genio español pero que poseía los pies de barro. Morales Lomas irrumpe en ese mundo con el hilo conductor, con la pasión y el deseo de uno de sus grandes maestros, el narrador que abrió la narrativa a la modernidad, Miguel de Cervantes. 
Si Virgilio fue guía en la Divina Comedia, Cervantes será su guía en Imperio del Sol y elemento de enlace en todas ellas. 
Esta trilogía también es un claro homenaje a su genialidad y un reconocimiento a su obra.
Puerta Carmona es la tercera obra que se publica perteneciente a esta trilogía Imperio del Sol.
Anteriormente se habían publicado, Bajo el signo de los dioses (Alcalá Grupo Editorial, 2013), centrada en el reinado de Felipe III, en el duque de Lerma y Rodrigo Calderón como protagonistas, y en la corrupción como emblema de un tiempo que todavía permanece vigente; y Cautivo (Editorial Nazarí, 2014), cuyo protagonista es Cervantes por tierras de Italia y Argel. Y con la que Morales Lomas pretendió hacer la novela que afirmara la visión poliédrica de uno de nuestros grandes maestros desde diversas perspectivas creadoras. 


Puerta Carmona está ambientada en Sevilla durante el reinado de Felipe II, una ciudad que era todo un mundo en esa época, la ciudad más importante de Europa desde donde partía la modernidad europea hacia tierras americanas. En ese magma espeso que conforma simbólicamente un tiempo surge una figura femenina que va a revolucionar ese ámbito con una constante presencia y su internamiento en los espacios políticos y sociales de la época. La mujer, que durante estos años ocupaba sobremanera un espacio pasivo, adquirirá en esta novela una enorme presencia y un gran protagonismo. Ella ordenará y dirigirá toda la acción con la que se ha querido hacer un homenaje a esa mujer silenciada. Morales Lomas apuesta así por una nueva visión, una visión poderosa que estuvo muy presente siempre en todas las épocas históricas. Desde ese inicio en la cárcel sevillana donde se encuentra el creador de El Quijote, y el espectacular acto de fe en la Puerta de Jerez de Sevilla donde queman vivos a dos homosexuales, nos vamos adentrando en una obra de acción y misterio en torno a esta mujer que nos desvelará un mundo, una época de nuestra historia.



IMPERIO DEL SOL 


Está formada aparte de por PUERTA CARMONA por las siguientes obras:


BAJO EL SIGNO DE LOS DIOSES
http://www.diariosur.es/v/20131015/cultura/morales-lomas-corrupcion-endemica-20131015.html

SUR. REVISTA DE LITERATURA, NÚMERO 2, JULIO 2014. ISSN 2341-4804
http://sur-revista-de-literatura.com/Index2.html



CAUTIVO

Ilustrador: Joaquín Rincón Romero
ISBN13: 9788494246531
Colección: Partal
Clasificación: Novela histórica
Tamaño: 14x21 cm
Idioma de publicación: Castellano
Edición: 1ª Ed.1ª Impr.
Fecha de impresión: Majo 2014
Encuadernación: Rústica con solapa
Páginas: 274

PVP: 15€